miércoles, septiembre 09, 2009

La insignificancia nos hace libres

Una mañana Alberto Camus se levantó de su cama sin cabeza. Para ser más exactos su cabeza estaba, pero separada de su cuerpo. Ella había quedado apoyada en la almohada mientras su cuerpo en cambio estaba ya sentado al borde de la cama. Fue tan grande su susto al contemplar tal situación que su primer reacción fue pegar un alarido audible en todas las casas linderas. Luego descubrió para su sorpresa que podía manejar su cuerpo a distancia como si su cerebro funcionara como un control remoto, enviando señales telepáticas que movían el resto de su ser. Con un poco de práctica mental a la media hora ya manejaba su cuerpo a la perfección, así que recogió su propia cabeza, se dirigió a la cocina, tomó el teléfono y marcó el número de su trabajo.
- Hola, sí, hoy me ausentaré a la oficina señor.- Le dijo a su jefe. – Sí, es que tengo un gran dolor de cabeza.- Y cortó.
“¿Y ahora qué?” se preguntó Alberto y llegó a la conclusión de que lo más prudente era visitar a un médico. Anduvo a pie hasta la clínica más cercana y pidió turno a la recepcionista, siempre con la cabeza en sus manos.
- Bueno espere señor Camus, ahora el doctor lo va a atender.-
Después de una larga espera, aunque no había otro paciente, el doctor lo hizo pasar.
- Dígame su problema señor. - Le preguntó ni bien entró y lo hizo sentar.
- Bueno doctor, no se si ha notado pero el día de hoy me pasó algo bien extraño. Al despertarme descubrí esto, que mi cabeza se había separado de mi cuerpo. Realmente no se que pensar.-
El doctor se calzó los anteojos y revisó a Alberto. Miró su cabeza, miró su cuerpo, le tomó la presión, lo auscultó y luego revisó su cuello. Finalmente, como quien acaba de comprender una compleja teoría científica, dijo serenamente y con aire grandilocuente:
- Mire señor Camus, lo que yo noto es que usted aparentemente ha sido decapitado. Lo raro de su situación es que de alguna forma logró evitar la muerte y ahora me viene a visitar a mi consultorio… Mire, lo que yo voy a hacer es lo siguiente, ahora voy a llamar a las autoridades correspondientes y mientras tanto voy a llenar su acta de defunción. Le voy a pedir también que me diga los datos de sus familiares o amigos cercanos para avisarles de su deceso.-
- Pero, doctor, ¿No hay forma de pegarme la cabeza nuevamente? No se… cosérmela al cuerpo, lo que sea.-
- Podría hacer eso pero no quitaría el hecho de que usted haya sido decapitado. No tendría sentido; de hecho, no tiene sentido que usted este vivo. Le sugiero que solucione ese problema cuanto antes, ya que sería para mi todo un inconveniente burocrático explicar como es que usted sigue con vida, ¿me entiende?-
- ¿Usted doctor dice que tengo que matarme? -
- Es que teóricamente usted ya esta muerto Camus, pero si lo quiere ver así, sí. Le sugiero que lo haga lo más pronto posible. La realidad es que usted esta vivo simplemente por un error de la naturaleza.-
Alberto se quedó pasmado. No pensaba que la situación podía ser tan grave, incluso en un principio había pensado que quizás con algunos remedios podía curarse. La desesperación lo comenzó a invadir. Su mundo se congeló en un momento como le pasa a quien descubre que padece de una enfermedad terminal. Irremediablemente asustado y desorientado recogió su cabeza y escapó del lugar sin más explicaciones.
Cuando ya estuvo a unas diez cuadras de la clínica recordó que cierta vez cuando era niño tenía un empacho y su madre lo había llevado de un manosanta, un viejo peruano del barrio que decía ser un chamán shipibo y tener pócimas curadoras de todo mal. Consiguió la dirección de la casa por el chusmerío de barrio. Todas las señoras grandes conocían la casa de este buen hombre al que le decían el Umbanda.
- Adelante. – Gritó de adentro el curandero cuando Alberto tocó a su puerta. – Te estaba esperando.- Abrió la puerta y le ofreció tomar asiento en su amplio living, un lugar mugriento pero místicamente adornado. Si de verdad lo estaba esperando fue bastante descortés de su parte en ni siquiera ofrecerle una taza de té.
- ¿Como sabía que iba a venir? – Le pregunto inocentemente Alberto.
- Lo presentí, en el cantar de los vientos.- La realidad es que Doña Rosa había llamado cinco minutos antes al peruano para comentarle de que Alberto andaba buscando su ayuda. Así era el nivel de chusmerío del barrio.
- ¿Sabe por que estoy acá? –
- No joven, dígame ¿Qué lo trae a mi humilde estancia?-
- Bueno, no se si ha notado… Mi cabeza esta como separada de mi cuerpo.-
- Oh mira. Tienes razón. – El chamán observó con detenimiento. – No lo había notado.-
- Fui recién al médico pero no me dio ninguna solución y sinceramente no sabía a donde acudir, pensé que quizás usted podría ayudarme.-
- Claro que sí muchacho, no se si tu sabes que soy un chaman shipibo-conibo y tengo la cura de todos los males.- Alberto se sintió esperanzado.
Dicho esto el peruano empezó a hacer una especie de menjunje con unas plantas y alcohol que al terminarlo se lo tomó de un trago. Luego empezó a gritar cosas sin sentido, aparentemente en su lenguaje indígena, y a bailar una especie de danza epiléptica alrededor de Alberto. Finalmente cesó y volvió a su silla.
- Mira hijo, lo que tu tienes es un problema espiritual.-
- ¿Espiritual? – Preguntó Alberto con desconfianza.
- Claro, necesitas una limpieza espiritual y tu cabeza va a volver a donde debe estar. – La respuesta hizo dudar un poco a Alberto de la efectividad de este chamán. – Lo que tienes que hacer es comer un huevo de codorniz bañado en miel y recitar las palabras que te voy a escribir en un papel. El recitado tienes que hacerlo en tu casa solo, aquí no te funcionará.-
El chamán fue hasta la cocina y trajo el huevo y un frasco de miel. Unto el huevo en miel y se lo introdujo en la boca a Alberto. Alberto lo comió como pudo y luego el chaman le tiro un par de gotas de alcohol en la cara.
- Listo. Ahora toma este papel. – El chamán arranco un pedazo de diario que había tirado en el suelo y escribió con una lapicera una serie de palabras sin sentido. – Cuando llegues a tu casa recita en voz alta lo que ahí lees mirándote a un espejo y a los quince minutos tu cabeza volverá a su lugar. Eso es todo.-
Alberto agarró el papel y lo guardo en su bolsillo. Luego agradeció al chamán por su ayuda. Éste antes de abrirle la puerta le pidió una colaboración “voluntaria” de treinta pesos. Alberto cooperó con gusto.
Cuando llegó a su casa lo primero que hizo fue dirigirse al baño y mantener su cabeza mirándose al espejo, con una sola mano, y con la otra agarró el papel que tenía en el bolsillo del pantalón. Llevó el papel delante de sus ojos y lo leyó en voz alta.
- Caipiritus, simelona, makiatrusca, baparrona, lisocanto.-
No pasó nada. Recordó que debía esperar quince minutos así que eso hizo… Nada… ni a los quince, ni a los veinte, ni a la hora. Ni siquiera después de intentar lo mismo unas veinte veces. Alberto se preguntaba si estaba pronunciando mal las palabras. Al final se terminó de dar cuenta de que era un idiota y que el “chamán” lo había engañado.
Cansado, ya sin muchas expectativas, supuso que la única forma de curarse iba a ser tomando él mismo las riendas del asunto, así que se dirigió hacia la cocina y tomó de uno de los estantes un pegamento muy eficaz. Con mucho cuidado lo unto todo por encima del final de su cuello y luego por debajo de la cabeza. Finalmente con ambas manos apoyo su cabeza en el lugar correspondiente y se la sostuvo fuerte, así un tiempo hasta que quedara completamente pegada. Había tenido éxito, aparentemente, y tras mover el cuello para probar que estuviera todo en orden, se dirigió hasta el living. Una vez allí se sentó en su sofá y prendió la televisión. Estaban dando un programa de chimentos, uno de sus favoritos. Alberto era uno de esos solteros sin vida, que se la pasan frente a la televisión interesados en los últimos rumores del espectáculo. Son una raza extraña entre los hombres pero cada vez los hay más.
En un momento Alberto se levantó a buscar algo de tomar. Fue hasta la cocina, se sirvió un vaso de agua y volvió al living. Lo que no tuvo en cuenta fue que el fluir del agua por su cuello ocasionaría que lentamente el pegamento, que hasta ese momento había resultado efectivo, comenzara a perder su adhesión, dilapidando en unos minutos la solución casera que Alberto había encontrado a su problema. Su cabeza se despegó y cayó al piso con un fuerte impacto, rodó unos centímetros y quedo mirando hacia la televisión. Fue dolorosa la caída, tan dolorosa como es para uno golpearse la cabeza contra una pared, pero mas doloroso para Camus fue el hecho de darse cuenta que estaba pasando por una etapa terminal… definitivamente jamás volvería a tener su cabeza unida al cuerpo. Ya la negación había sido superada y ahora le llegaba la depresión. Su vida realmente carecía de sentido, el médico tenía razón. Lo único que quedaba para Alberto era el suicidio, no había otra salida. Así que sin dudarlo, el joven guió su cuerpo hasta la habitación y a tanteos encontró el arma dentro de su mesa de luz. Tenía dos balas cargadas siempre, por precaución… jamás se hubiera imaginado que las usaría para algo así. Su cuerpo volvió al living y se paró junto a su cabeza. Camus apuntó a su cerebro… Miro por última vez hacia la televisión, cerró los ojos. Adiós mundo cruel…
Sin embargo no disparó. Una idea fugaz se cruzó por su cabeza.
Hoy Alberto sale en un programa muy famoso de chimentos. Están relatando para todo el país como es que saltó a la fama:
- Hoy tenemos al señor Alberto Camus, impulsor de la nueva tendencia que hoy adoptan todos los jóvenes y por que no, algunos adultos.- Dice la conductora con su cabeza apoyada en la mesa y su cuerpo reclinado en la silla. - Decime Alberto, ¿Qué se siente ser el ídolo de los jóvenes? –
- Mira Luciana…-
- Me llamo Lucila…- Corrige la conductora pero Alberto no le presta atención.
- Yo no creo ser un ídolo, que se yo, simplemente soy quien soy… no busco esa etiqueta, me entendés. Soy natural. En algún momento incluso pensé que mi vida no tenía sentido, pero… ¿Acaso la vida de quién sí lo tiene? Yo creo que nosotros le damos sentido a nuestras propias vidas… Solo soy un tipo que le dio un sentido personal a su insignificancia. No creo que eso me haga un ídolo, sino simplemente alguien normal.-

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